Ella me lo había mencionado alguna vez, los placeres escondidos del agua. Claro que Irene se masturba desde que puede recordar, afortunadamente no soy la única.
Necesitaba primero que me acompañara la logística, que el ambiente fuese cálido, que nada me destemplara.
Y requería también ese tiempo que siempre se escabulló para tener mi mente sólo centrada en mi cuerpo.
Dos dedos de agua en el fondo de la bañera para recostarme en ella. Abrí las piernas, dejé apoyada la mano cómodamente a la par que sujetaba la ducha.
No había buscado nada especial, sólo aquel aparato que una de las internas que vivió en mi casa empleaba largamente, mientras dejaba abierto el grifo. Si a ella le valía, esperaba que a mí también.
Y ahora tocaba abrir el grifo, con múltiples chorritos finos y sin demasiada potencia. Cerrar los ojos y sentir.
Sólo deseaba sentir mi cuerpo, sentir mi sexo, sentir ese chorro provocando a mi piel, sentir como el rubor y la turgencia florecían al final de mi monte de Venus.
Sin dedos, sin prisas, sin otra humedad que la mía.
Sí, se sentía intenso, sorprendente. Los ojos cerrados, la respiración cada vez más alterada. Mi mano quieta, el agua incansable seguía reduciéndome.
Poco a poco mis piernas se empezaron a tensar, se abrían un poco más, mi cadera se alzaba casi imperceptiblemente y mis piernas se tensaban.
Se oyeron voces fuera. Pero ya estaba yo en el punto de no retorno, no hubiera podido dejar de gemir quedo aunque hubieran entrado a molestar. No hubiera querido apartar mi un milímetro mi mano ni mover un ápice aquella alcachofa de ducha, transformada en el mejor consolador ideado.
Y puede que me oyeran pero aquel instante de Gloria se aproximó imponente y arrollador. Contuve la respiración, ahogué los gemidos y un estallido de placer embriagó mi cuerpo, pálpito mi sexo.
Y, por fin, relajé mis piernas y adoré a la mujer que se le hubiera ocurrido por vez primera solazarse con la ducha.