Dado que últimamente me piden el «más difícil todavía», lo más imaginativo, lo menos visto, he hecho una pequeña reflexión sobre el particular:
Llamaron insistentemente al timbre.
Nunca abro si no espero a nadie, miré por el telefonillo y me resultó familiar su cara. No tenía mi teléfono, lo había perdido, pero recordaba dónde me había visto en otra ocasión.
Tenía sesenta y pico años y llevaba más de catorce años visitando a la misma chica. Ahora me comentaba pesaroso que ella ya no le recibía, sabía que ella sigue trabajando y ya no le abre la puerta. Pero él necesitaba esa cercanía, una relación estable (si así se puede denominar la que se establece con una profesional), con una mujer cariñosa, que le haga sentir deseado y querido como no lo siente habitualmente en su cama.
Aquel coronel retirado no deseaba sexo como tal. Nos tumbamos en la cama, me pidió que cerrara los ojos y fue recorriendo mi cuerpo con sus dedos, sin desvestirme. Hacía muy poco que se había quedado viudo y quería sentirse vivo de nuevo, sentir una presencia en su cama.
No ha sido el único nostálgico que ha necesitado el contacto de un cuerpo, el calor de una mujer. En todos los casos soy yo la que me estremezco, me emociono, vibro.
Son muchos los que entran por mi puerta asustados, temblorosos, después de días deseando un encuentro, o años sin conocer mujer. Puede que sea la primera visita a una señorita de compañía o el primer acceso a una chica en toda su vida. O, simplemente algo largamente anhelado.
Hay quien me trata como una reina, me agasaja y complace, regala mis oídos, me sonroja. Gustan del sexo calmo e intenso, disfrutan de la reivindicación del acercamiento que llamamos «misionero», para así mirarse en los ojos de la que comparte su lecho.
Algunos hombres me desarman, gustan de acariciarme entera, besarme todo el cuerpo, buscarme. Ante ésto no puedo permanecer indiferente, mi cuerpo reacciona y mi mente vuela a parajes placenteros y calmos. Hacen que me retuerza de placer. Me conquistan sin necesidad de buscar las sensaciones límite, me deleitan con su ternura y eso es precisamente lo que le da morbo al encuentro.
Y no soy la única que experimento fuertes sensaciones con besos apasionados. Otras profesionales me confiesan sus gustos, sus impresiones. Los pezones de una, las rodillas de la otra, la nuca de la tercera. Y en oriente he encontrado el súmmum, las mujeres públicas contratan hombres elegantes, educados que las cortejan, las llevan a buenos restaurantes, a bailar y las acompañan cortesmente.
La ternura, más que el morbo extremo, puede ser, en algunas ocasiones lo que nos deleite. Hasta que el contraste y la ocasión vuelvan a llevarnos al filo del límite… ¡o no!