Había sido una corta excursión, un día en ora provincia, un día de intenso sexo. Ahora tocaba el regreso, de la cama de aquella casita de Soria al mismo autobús que me había conducido por la mañana. Lo de que era el mismo lo descubrí al ir a embarcar, cuando le di al conductor el billete y me dijo «el 22, la niña bonita», volví a reír, eso mismo me había dicho por la mañana temprano al partir desde Madrid y me sacó los colores comentando que no había olvidado mi risa. Con mucha gracieta me animó a sentarme delante, estaba aquello bastante despejado y a nadie importaría mi cambio de ubicación.
Me puse cómoda, subí las piernas al asiento contiguo dejando asomar mis pies por el pasillo y recostándome me dispuse a escribir una entrada en mi blog, tenía unas horas por delante y ninguna distracción. Pero la cosa se iba a complicar un poco, casi sin darme cuenta, mientras las imágenes de lo ocurrido se iban volcando en mi pluma, mi mano se deslizó por encima de las medias, por debajo de las inexistentes bragas y la humedad, que estaba ya apareciendo, le fue dando más brío a las descripciones de aquel taxi.
Acalorada, a penas había llegado a mitad del relato, paré para dar un sorbo y me crucé con su mirada. No estaba pensado aquello para su solaz pero no puse recato en guardarme del retrovisor, ni de posibles miradas por el rabillo del ojo de aquel simpático autobusero. Ahí empecé a ser verdaderamente consciente de lo que llevaba un rato ocurriendo y de que no era el único espectador pues, al otro lado del pasillo, también había ojos, manos y unos pantalones.
Mis dedos siguieron moviéndose, en el teléfono y entre mis piernas, solo que ahora iba más despacio, bajé una pierna al suelo, ahora me estaba mostrando con todo el placer de ver como una de sus manos abandonaba de vez en cuando el volante y apretaba aquel bulto, apenas distinguible por la distancia entre ambos. Las frases caminaban más lentas pero se acompañaron de un aroma de hembra excitada y de un leve chapoteo; mis dedos cada vez procuraban que mi respiración estuviera más agitada y yo me retenía, quería terminar mi texto antes de agitarme hasta el éxtasis.
Estábamos llegando cuando cerré la página. Una de mis misiones había concluido pero tenía un inconmensurable calentón. Me atusé la ropa, preparé todo para descender y permití que el pasaje me adelantara. Y al ponerme en pie quedé delante del hombre que había entrevisto mi intimidad. No pensé, simplemente le pregunté si tenía mucha prisa, porque yo podía demorarme un ratito, antes de bajar.
Lo primero, su sorpresa, preguntó si era una broma y no cabía otra respuesta que reconocer que había venido todo el camino tocándome y que mi coño estaba inquieto. Alguna frase más me hizo falta para convencerlo, eso y apretarme el pecho aguantando un tanto la respiración. Yo no disponía de ningún apartamento cercano y tampoco se trataba de ir a un hotel, el autobús podía ser un sitio más que estimulante para un rato tórrido.
Primero debía mover unos metros el vehículo, para dejarlo en el aparcamiento correspondiente de la Estación de Autobuses y apagar las luces interiores. Me condujo a la parte trasera, a esas escalerillas que pueblan mi imaginación y se sentó en lo más alto. Yo estaba nerviosa, excitada. Me puse frente a él, un escalón por debajo y a través de mi escote saqué mi generoso pecho. Sus manos fueron a tocarme, a amasar mis tetas, a recrearse en los pezones, echada hacia delante permití que su lengua jugara a succionar, que me diera placer entreteniéndose en besarlas.
Cuando me quise dar cuenta estaba abriéndose el pantalón, asomó entonces una bonita verga, tensa, pulsátil, arrogante y no pude resistir la tentación de ir a besarla, de recorrerla con mi lengua, aferrarla con mi mano, admirarme de su textura. Al inclinarme mis posaderas se vieron expuestas, le di una buena excusa para que su mano comenzara a investigarme, para que su asombro por la falta de unas braguitas pudorosas le llevara a navegar entre mis humedades. Sus dedos no me dieron pausa, me recorrieron, buscaron mis puntos débiles, se introdujeron dentro de mí y comenzaron a bailar, a moverse en pos de mi placer. Y mientras mi boca agitaba su miembro. Ambos ahogábamos gemidos y nos entregábamos apasionadamente.
Alguno de los dos lo desencadenó, no sé bien si su palpitar o los estremecimientos de mi interior. Yo no podía gritar, él no quiso hacerlo. Y un mar de contracciones cálidas apareció en mi boca y todo el placer reservado a lo más íntimo de la alcoba se derramó por aquel autobús.
Aún agitada, me vestí. Entonces tomé conciencia de que estaba en un lugar público, de que había cámaras de seguridad, de que decenas de viajeros esperaban su transporte a menos de diez metros de mí. Tarde, pero el rubor pobló mis mejillas.
Agradecí su hospitalidad y le dejé mi teléfono, por si un día, quién sabe, tenía un rato libre después de desandar sus viajes por España.
Besos.