Blog MariaG

31/05/2011

El pizzero

Filed under: Así da gusto ser puta — MaríaG @ 4:47 am

Después de unas horas de intenso sexo, el cuerpo requiere un descanso  y permitirle reponerse de los excesos. Así que, terminada nuestra Fiesta Gang Bang – Bukkake, nos dispusimos a charlar amigablemente delante de unas cervecitas.

Pidieron unas pizzas, tres familiares.  Tardaban. En ese tiempo recordé aquella vez en que le había propuesto a un repartidor de comida china que pasara un poco más adentro en mi casa. Aquella vez, los ojos desorbitados lo decían todo y el mozo se escudó en un “no entiendo”, para rechazar el ofrecimiento. En esas estaba yo cuando llamaron al telefonillo.

Le pedí al dueño de la casa si podía abrir yo y ante la respuesta afirmativa me quité el vestido que llevaba, até el pañuelo transparente a la cintura y metí el billete de 50 en el canalillo. Me resguardé detrás de la puerta y la fui abriendo dejando a penas entrever mi silueta, para que el repartidor franqueara la puerta. Así lo hizo y yo cerré detrás de él.

Era un tipo de unos treinta y tantos,  originario de allende los mares, moreno, metro setenta y un poco entrado en carnes. No podía articular palabra de la impresión. Apareció entonces mi rubia favorita para retirarle las cajas de las manos y darme un buen beso en los labios, por si al tipo le quedaba alguna duda de que lo que estaba pasando era realmente extraño.

Le invité a pasar pero se resistía, tenía que seguir trabajando. Sí, sí, claro, le decía yo, ­­mientras aferraba su mano. Protestaba un poco pero apenas se le entendía y mientras tanto yo le conducía de la mano hasta uno de los cuartos.

Una vez en la habitación, le pedí que tomara el dinero, no se le fuera  a olvidar. Ni pudo contar las vueltas, debió de hacerlo casi por intuición porque los ojos los tenía puestos en mi escote y las manos le temblaban.

No le hice sufrir más, me arrimé y de puntillas comencé a besarle. Insólito me pareció que no intentara derribarme sin más en la cama, sino que atropelladamente se quitó la ropa y entonces sí que cayó sobre mí. Con desesperación abrazaba mi cuerpo, con deseo incontenible me recorría con sus labios. Me sentía como esas sacerdotisas que esperaban en los templos a que los viajeros quisieran solazarse, entregándose a aquellos que de otra manera no podrían acceder a los encantos de una meretriz. Si en un primer momento  pareciera que mi cuerpo sólo se dejaba arrastrar por la inercia, a los pocos minutos la intensidad de la situación hacía que me retorciera de gusto.

Apenas si hablamos, ni siquiera mientras nos poníamos la ropa, una vez concluida la faena.

Breve y regresamos al mundo real. Pero antes de dejarle partir, pedía a todos un aplauso para el caballero, por valiente. Y aún llegué a tiempo de comer mis merecidos pedacitos de pizza.

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