Blog MariaG

24/06/2009

La idea de ir a un club: Mi primer día de trabajo (II)

Filed under: Y nació MaríaG — MaríaG @ 4:00 am

Eran las 5:10, no había querido bajar antes por aquello de no encontrarme todo vacío y yo sin saber qué hacer. Cuál no sería mi sorpresa cuando me crucé con una compañera que subía las escaleras con un chavalín agarrado de la mano. Por lo visto hay clientes de primera hora, clientes que saben positivamente que quieren subir y cuanto antes; me dio mucha rabia no haber estado en mi puesto, se me había escapado la primera oportunidad, quién sabe, a lo mejor no volvía a tener ninguna en esa noche. 

Los últimos escalones fueron los más difíciles, tuve que hacer acopio de todo mi valor para poner el primer pie en aquella estancia. Miraba todo como una niña pequeña, los espejos, los monitores de televisión, las maquinitas y a las reinas del lugar. Colocada en el centro, de forma elíptica, la barra aislaba a los camareros de nosotras. Y en torno a ella algunos caballeros disfrutaban de un refrigerio.

No eran muchas, algo más de una docena a esas horas. Las fui examinando, intentando recordarlas, me fijaba particularmente en las actitudes de cada una. La curiosidad en algunos casos era mutua, otras miraban con desprecio o suficiencia y una en concreto me miraba con una sonrisa torcida. Era una rumana que no debía bajar de los cuarenta, poco agraciada y de modos displicentes. Me descolocó un hombre que se me acercó repentinamente, porque tardé unos días en comprender el significado de sus palabras «si tienes, subimos unas horas, si quieres, con tus amigas», aún me quedaba mucho por ver. Esas fueron las primeras palabras que me dirigió un cliente.

Sabía la teoría, ahora me tocaba demostrar que tantos años de estudio no me habían secado el cerebro y que mi timidez no podría conmigo. Subida en mis tacones comencé a caminar alrededor del ruedo. Lentamente conseguí acercarme hasta el primero de mis objetivos. Pero primer intento fallido, era el novio de una chica y estaba esperando que bajara. Lo intentaría entonces con el siguiente y luego con otro y otro más. No había terminado la primera vuelta cuando me vi cogiendo a aquel muchacho de la mano y subiendo con él.

Estaba temblorosa por los nervios y más después de saber que para aquel chico era su primera experiencia. Decía tener diecinueve y una novia algo menor. Lo que quería es aprender qué se puede hacer en la cama con una mujer. Cariñoso, apasionado, se reveló como un amante bien dispuesto. Quería probarlo todo y su cuerpo reaccionaba con una precisión envidiable. Entre besos le fui mostrando todo el sexo que yo conocía. Y repetimos y volvimos a caer y terminamos derrengados y sudorosos.

Al bajar, el panorama había cambiado sustancialmente. Música más fuerte, decenas de chicas por doquier y un montón de señores alternando con ellas. Y, entre todos, distinguí con claridad a mi siguiente víctima: mi marido se hallaba en medio de todos. Le trataría como al resto, así que empecé a coquetear por la esquina más alejada de donde él se encontraba, hasta llegar a su altura. Entonces le eché unos piropos y la faceta masculina de pulpo afloró. No me quedó más remedio que subírmelo a la habitación, pasando, por supuesto, por el trámite de las sábanas.

Quería contárselo todo, revivir con él todo lo ocurrido hasta el momento, necesitaba que me abrazara, sentirme suya. Aquel no fue un hecho aislado. Durante la semana que estuve allí su presencia fue para mí un aliento inconmensurable. No era mi chulo, no venía a ver si trabajaba o no, me sostenía, me animaba y también me espiaba, se regodeaba contemplándome cuando yo estaba distraída. Cuando regresáramos a casa tendríamos las retinas cargadas de imágenes morbosas con las que jugar.

Hubo otro escarceo antes de que me retirara un rato. Me fui a cenar. El chisporroteo de los huevos fritos me despertó un apetito voraz y en mi plato entró también un trozo estupendo de carne con alguna guarnición. Me senté en uno de los pocos sitios que había vacios. A mi lado una chica muy mona, morena y delgadita comía un poco de arroz blanco sin levantar los ojos del plato. Intenté trabar conversación, no hablaba español, también probé en inglés y al fin consiguió hacerse entender en francés.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, llevaba tres días en el local, no había trabajado porque los clientes no la entendían y, sobre todo, ¡tenía hambre! Su timidez le había impedido intentar mostrar por señas a las cocineras qué deseaba comer y se había servido simplemente lo primero que había encontrado. A los cinco minutos no se la oía ni respirar, creo que no le daba tiempo, a la velocidad con que rebañaba su plato. Los días siguientes, cada vez que me la cruzaba le preguntaba si ya había trabajado. Al tercero estaba exultante, había subido con un caballero.

Según avanzaba la noche aumentaba el número de hombres y nuevas putas salían hasta de debajo de las piedras. 

Después de ocho horas de trabajo me fui a casa. Pero antes, por curiosidad, eché un ojo al listado que la mami encargada de las toallas tenía. Yo era la chica que más había trabajado en lo que iba de noche. Estaba realmente asombrada. La única española del lugar ¡y estaba poniendo nuestro estandarte nacional en su sitio!

Nunca lo hubiera imaginado. Había comenzado esta aventura asumiendo que me costaría dinero, que no llegaría a cubrir los gastos del hotel. Mis motivaciones hablaban de conocer la vida real de mis compañeras de profesión, del morbo de la convivencia, etc. pero no de mejorar mis ingresos. Y resulta que entre tanta belleza exótica, ser producto nacional era un punto a mi favor.

 

Publicado 24-06-2009, Texto recuperado de mi blog censurado

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